domingo, 23 de octubre de 2011

DESLUMBRAMIENTO

Comentario al XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A: Ex 22, 20-26 / Sal 17 / 1 Ts 1, 5c-10 / Mt 22, 34-40.

"Deslumbrados por el amor de Dios". Eso podría ser, en definitiva, la pretensión de toda nuestra vida. Nuestra vida es eso a fin de cuentas: percibir con claridad que somos hijos de Dios, quedarnos con la boca abieta ante el amor que nos tiene y, llenos de agradecimiento, aprender a querer. A quererlo a Él antes que nada, y a través de Él querer a los demás con la alegría que el amor verdadero deja en el alma.

Podemos decir que perfecto, que a eso nos apuntamos todos, porque eso es muy bonito. Pero no debe ser tan sencillo porque miramos a un lado y a otro y resulta que la cosa parece que no funciona. Porque vemos puñaladas traperas, porque vemos engaños, porque… tantas cosas.

Bien, puede ser verdad. Todo eso puede ser así. De hecho el primer paso es darse cuenta de las cosas, pero sobre todo de que merece la pena amar. A partir de ahí habrá que dar el siguiente paso que es hacerlo. Amar. Solo cabe ponerse a ello. Aunque tampoco sea fácil porque también naufragamos más habitualmente de lo que nos gustaría.

¿Por qué? Quizá sea porque, con más frecuencia de lo deseable, hacemos la opción por lo funcional. Que es una manera de hablar de formalismo, de amar hacia fuera. De una especie de querer y no querer, sin implicarnos demasiado. De hacer tortilla sin cascar el huevo.

Y cumplimos. No está mal eso de cumplir. Es algo que nos tranquiliza bastante, porque podemos pensar que así no somos malos.

Pero eso, con ser algo, es muy poco. Y satisface mientras safisface, y llena mientras llena.

Amar es otra cosa: es un ejercicio interior de gran calado, que exige una gran dosis de renuncia, de entrega, de olvido de sí. El amor que nos pide Dios es eso: algo más profundo, es amar desde dentro. Y esa es la opción fundamental que hemos de hacer: no se trata tanto de optar por lo más o menos nos sirve para salir del paso, sino para amar de verdad.

Así lo decía Benedicto XVI, en su primera encíclica: "Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (...) Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro." n. 1 Caritas est

A ver por qué tengo yo que amar si estamos en un mundo donde parece que los puñales silban por encima de nuestras cabezas. ¿Por qué amar? Porque yo soy querido, porque mi esencia más profunda, lo que me singulariza es que yo soy el amado, y Dios es el Amante, el que me ama de manera incondicional. Ese Amante que ha venido a la tierra para mostrarme su amor, para hacerse cercanía. Para llevar eso tan al extremo de llegar a morir por mí.

Podemos decir: “Pero si es así no entiendo nada porque no lo noto así, no lo percibo...”

¿Por qué no lo noto? Hay un enemigo del amor verdadero: es el amor propio. Tiene muchas manifestaciones, pero siempre acaba en lo mismo: poner el yo por delante. Pensar en uno mismo. El que ama sabe hacer exactamente lo contrario: pensar en los demás, ponerse al final.

En nuestro mundo se ama poco porque somos muy individualistas, queremos, incluso con buena voluntad, quedarnos por encima como el aceite.

Quizá es que hemos de acudir, como niños pequeños a “mamá”. Vamos a pedirle a Nuestra Madre la Virgen, que como Madre sabe mucho de amor, que le pide al Señor de nuestra parte que nos enseñe a querer como el Señor nos ha enseñado a querer.

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